Las manos de este campesino se mueven con agilidad, van de un lado a otro y toman los granos maduros de café. En ese movimiento mecanizado, parece que este campesino viera con los dedos, porque estas manos toman, en su mayoría, los granos maduros. No falta el grano verde que salta sobre el tarro de plástico color gris o que cae cerca de las botas pantaneras. Pero esas manos, atravesadas por el tiempo y el trabajo, que parecen toscas y lentas, se mueven con soltura y gracia entre las matas y ramas de café. Solo hay un detalle, no son las manos de un campesino, son las manos de una mujer, de una campesina.
« Nos tocó un papá de los que son bastante jodiditos. La infancia fue muy difícil, la alegría de nosotros era cuando mi papá no estaba y logramos jugar, de resto trabajando, haciendo lo que papá decía, no tuvimos mucha alegría, la verdad» Isabel Guerra López es una campesina de la vereda Fermín López del municipio de Santa Rosa de Cabal, toda su vida ha estado ligada al campo, desde que nació y creció en una familia marcada por la dureza de un padre campesino, la bondad de su madre y la imposibilidad de vivir una infancia o una adolescencia. El trabajo fue — es — el sino que atraviesa a muchos campesinos desde sus primeros años.
—« yo tenía como 14 años cuando todos dejaron de estudiar y yo también le dije a mi papá que me sacara, tampoco seguí estudiando». Expresa Isabel, mientras va recolectando más granos. Su mirada está fija en las ramas del palo que está frente a ella, pero el tener su mirada fija no le impide narrar con cierta soltura cómo abandonó sus estudios. Su historia es la de cientos de campesinos y campesinas que han trabajado la tierra para producir café y en el trabajo anónimo sus vidas se han ido entre los cultivos.
En Colombia se repite la historia de los orígenes del café en Asia. Nadie sabe con absoluta certeza quién fue el verdadero introductor de la planta y su propagación; es más bien la obra de centenares de campesinos anónimos.
Así narra la historia del café un pequeño folleto de La Federación Colombiana de Café de 1958. Toda historia se mueve por los grandes relatos y las grandes cifras, la del café, no es la excepción. Abisinia (Etiopía) fue el lugar del origen; los árabes (persas) lo cultivaron; este grano se movió de manera sinuosa en Asia, al parecer comerciantes holandeses importaron de Ceilán; hay registros de 1696 de la existencia de cultivos en la India. Misioneros españoles los llevaron en el siglo XVI a Filipinas. Y de manera irregular este grano originario de África se expandió por Asia y llegó a América vía Guyanas, por los franceses.
Mientras Isabel —al igual que el grano de café— se mueve de madera ágil, al fondo se ve su casa. Una casa campesina, como tantas otras, en madera y con muchas tablas viejas y rotas. Las casas de los campesinos contrastan con las cifras del precio del café. En la bolsa de New York está en 396 dólares la libra, el precio interno de la carga es de tres millones cien mil pesos (este precio varía según los designios divinos de la bolsa de valores). El buen precio se debe a que el mercado del café brasileño no ha pasado por buenos momentos —en el comercio mundial, las penas de unos, son las glorias de otros—; sin embargo, el buen precio del café no basta para recuperar generaciones de campesinos absorbidos por los cultivos de café.
Quizá por eso las palabras de Maira Oreyan terminan por tener tanto eco: «Lo más importante del café son las personas que lo producen». Esta mujer lidera una iniciativa Catracha que busca comprar a precios justos el café a campesinos hondureños. El documental sobre el futuro del café de DW, retumba en todos los rincones de latinoamérica donde el café es un producto importante y no lo son los campesinos.
« Yo fui prácticamente un hombre. Yo era la que estaba, de todos modos fuimos tres mujeres, y a todas nos tocaba estar al pie de de mi papá, pero yo fui la que quedé de última y la que terminé la vida con él. Yo aprendí todo de él. Yo era la que erraba las bestias, yo cargaba igual que los hombres, a mí me dejaban la bestia más jodida, me tocaba a mí bajarla por esos caminos.» Relata Isabel, mientras se quita las botas de plástico.
La mujer campesina por lo general cumple labores de cuidado. Organiza la casa, prepara los almuerzos para su esposo y los trabajadores, cuida que la casa esté en orden para que funcione como una máquina productiva. Estos oficios —como ya es sabido— no son reconocidos y, mucho menos, pagos. Aún así, hay situaciones en las que son las mujeres las que cumplen,a la par, el rol masculino, toman las riendas de la finca: son ellas las que siembran, cosechan, talan… La mujer campesina en su práctica asume ambos roles. En algunas ocasiones, puede ser mal visto o, en otras, solo despierta admiración el ver a una mujer administrar su tierra.
«Yo diría que soy un complemento de lo de mi mamá y de mi papá», cuenta Isabel, mientras una leve sonrisa se dibuja en su rostro. Una síntesis, así se asume ella en sus labores y oficios, quizá de manera consciente o inconsciente, toma lo mejor de un padre demasiado hostil y de una madre en exceso bondadosa. Esa hostilidad que rayó con la violencia y la bondad tocó los límites de la sumisión que vio los abusos de la cotidianidad. Isabel no juzga el pasado, solo agradece. La única queja que se le escapa es «no haber nacido grande para haber hecho algo por ella». Por un momento, ignora que, como mujer campesina, si nació siendo grande, pero en el cuerpo de una niña.
Según cifras oficiales del Ministerio de Agricultura, la pobreza en los hogares campesinos ha venido decreciendo en 2023, por ejemplo, se redujo a 26,1%. Cifras que, en el sector oficial, dan un aliento al proceso de garantizar los derechos a una población tan vulnerable como lo es la campesina.
«Porque igual yo velé por mi papá hasta el último momento, van a ser siete años que faltó. Fue difícil, pero, como le digo yo a la gente, usted está educando sus hijos. Todo tan difícil, tan complicado, tan sacrificado. Cuando su hijo sale adelante, usted mira atrás y le parece mentira el camino que recorrió. Yo me veía por todas estas fincas cogiendo café. Casi siempre fui cogiendo café para educar a mi hija y sostener a mi papá». La vida de muchos campesinos se convierte en una odisea, con la diferencia, que en esta versión el héroe no existe, el protagonista es un sujeto anónimo que pocos, muy pocos, reconocen.
«Hubo un tiempo más difícil, que fue difícil, pero nunca renegué a Dios, a pesar de que económicamente estaba mal. No digo que ahora tengo plata ni ambiciono plata. Mi madrecita en el año 2004 quiso venir hasta esta finca, ella estaba en Cali, ella quiso venir a morir aquí y que estuviera yo acá, yo tampoco estaba, yo estaba en el Caquetá. Lo más difícil para mí fue venir entre lágrimas, porque me costó mucho.
Isabel venía a recibir a su madre, ella venía con un con una hijito, una hijito que era un poquito especial, también lo echaron con ella. Aquí nos completamos cinco personas, yo quedé con una obligación de cinco, donde no había de qué vivir. Mi hermano, el que comparte conmigo, estaba bastante desmejorado también. Eso fue lo más difícil para mí».
A pesar de ese camino tan hostil, recorrido cíclica e históricamente por las campesinas de colombiana, Isabel sostiene una sonrisa en su rostro cada que recibe una visita a su finca, una que queda al margen del camino, en la cual, hay que atravesar una montaña por donde no pasan ni carros, ni motos, ni mulas; la única forma de llegar allí, hasta esa finca de Isabel, es caminando. Y ese camino es el que cruza Isabel para bajar bultos y diferentes fuertes cargas de producto que lleva hasta Santa Rosa de Cabal para seguir subsistiendo, con sus manos campesinas y su mirada sensible.
«Me siento feliz de que la gente me admira por ser como soy y me siento orgullosa de ser como soy; y me siento más orgullosa de esa hija, de cómo se siente de orgullosa de mí. A ella no le importa verme en la facha que me vea, con un bulto encima, con lo que sea, igual ella es tranquila como yo. Y si yo voy con un bulto, ella me lo recibe. Así es en Santa Rosa. Y eso es tan lindo, tan gratificante».