Las manos de esta mujer están sobre sus piernas en una posición ritual. Este poporo del Tesoro Quimbaya usado como urna cineraria y que es el vestigio de una civilización ya perdida, comparte la sacralidad de una mujer rural: Susana Goméz Posada, cincuenta años, agrónoma, veedora, mujer rural, mujer. Tanto la urna cineraria como la mujer simbolizan o, mejor dicho, ambas son indicios de la vida misma.
«Yo he llegado a la conclusión de que el tema es de actitud. Cuando usted se le achanta a un viejo machista gritón, pero usted lo sabe parar con decencia y con argumentos, el señor al otro día la está saludando bien. Y yo he sentido eso toda la vida desde cuando me tocaba atender a los cafeteros, en el comité de cafeteros. O sea, todo el tiempo es: “somos iguales, usted me respeta, yo lo respeto”, y no he sentido ese tema de discriminación; muy por el contrario, yo creo que hay y un reconocimiento, y un respeto hacia mí desde desde esos sectores». Así se expresa Susana una mujer que ha construido un vínculo a lo largo de la vida con el campo, las personas y las instituciones. Sus expresiones tranquilas, su cabello ondulado y plateado, unidos a una tranquilidad con la que habla y evoca el pasado, parecen estar dar paso a una ceremonia; sin embargo, se halla solo sentada en la sala de su finca, dueña de la palabra y el pasado.
«Mi infancia transcurre hasta los dos o tres años en un pueblito de Santander que se llama San Vicente. Mi papá fue abogado, mi mamá ama de casa. A mis 4 años nos trasladamos a Bogotá de manera que yo crecí en la ciudad. Mi papá fue un hombre sensacional, fue abogado, fue fiscal, un hombre muy entregado a su casa, su familia, muy hacendoso, digamos que de él recuerdo que tenía muchas habilidades para la mecánica, para la albañilería, para muchas cosas, era muy curioso. Y mi mamá, pues una excelente administradora del hogar. Siempre llevó la familia en las buenas, en las malas; una mujer muy trabajadora, muy entregada, muy alegre». De esta primera línea familiar no viene directamente su vínculo frente a la tierra, pero son ellos —padre y madre— quienes le heredan las habilidades y pasiones para enfrentar los retos de la tierra. La tierra suele reclamar la versatilidad para resolver a diario algún problema y la pasión para aferrarse a ideas que tienen todo en contra, pero que suelen dar sus frutos con el paso del tiempo. Susana, por momentos, tiene una sonrisa lacónica que se mueve entre el ayer y el hoy de su vida.
Susana denota movimiento permanente, incluso estando sentada parece que quisiera salir de la sala a revisar, echar un vistazo, organizar algún cultivo, llamar a alguien para recordarle un pendiente. Su pasión está en el afuera, en el mundo, no se ve a sí misma encerrada en una oficina, nunca se ha visto así. Incluso siendo muy jóvenes cuando decidió estudiar agronomía sabía que su destino estaba afuera, en el campo. El lugar de la tierra y los cultivos, de las personas y los problemas. Trabajó en la Federación Nacional de Cafeteros, cuando la broca (Hypothenemus hampei) llegaba al país y unida a la caída del Pacto Internacional de Cuotas de Producción a finales de los ochenta, detonó una crisis en el sector cafetero. Allí estuvo Susana trabajando por un tiempo resolviendo, escuchando y organizando. Pasó por una ONG, regresó a la Federación y terminó como instructora en el 2005 en el SENA.
En los ires y venires de la profesión desarrolló un proyecto productivo alrededor del cultivo de las flores, más específicamente, de la cala lily o también conocida como lirio de agua. Esta flor embiste una elegancia que señala de forma indirecta las dificultades en su producción, que pasan por enfermedades que pueden afectar, estrés ambiental, problemas en la floración y plagas. Allí estuvo Susana trabajando con otras personas alrededor de esta flor, pero no fue la que obligó a trasladarse del lugar, fue la tierra donde estaban los cultivos. Una tierra en arrendamiento por cinco años que no fue posible renovar. El destino que encarrila algunas existencias llevó a Susana a una finca de siete hectáreas en Santa Rosa de Cabal para dar inicio a otro proyecto más.
Eco Finca Kañarí empezaría a tomar forma en la cabeza de Susana y su hermano Ricardo. Rondar un proyecto agroecológico, pero con el peso del pasado Quimbaya. Así volvemos a la figura de aquel poporo con la figura de mujer para pensar y dejar emerger tantas preguntas alrededor del pasado y la vida.
La iconografía femenina, tanto de las piezas de metal como de cerámica, con sus sexos y vientres exagerados y sus formas curvas acentuadas, así como la función de urnas cinerarias en donde se destacan estas formas, sugiere significados de fecundidad, vida, renacimiento y transformación, tanto para los objetos como para los frutos con los que se asocian y que, podemos decir, en estos contextos se identifican. Este tipo de esculturas e imágenes femeninas, presentes en diversas sociedades del mundo en la antigüedad, han sido interpretadas casi de manera universal como representaciones de la mujer madre y símbolos de fertilidad. Sin duda, desde los orígenes de la humanidad la mujer ha sido la metáfora natural más utilizada para expresar las ideas de reproducción, fecundidad y vida, y también de transformación; por razones obvias ella es el modelo más cercano, propio y evidente a disposición de la cultura para representar tales conceptos. La función de las mujeres como recolectoras, agricultoras, transformadoras y proveedoras del alimento en muchas sociedades, refuerza también este tipo de metáfora.
El estudio titulado Mujeres, calabazos, brillo y tumbaga. Símbolos de vida y transformación en la orfebrería Quimbaya Temprana (2005) por parte de la antropóloga María Alicia Uribe Villegas, recoge la idea de cómo la mujer ha sido un símbolo de fertilidad, asociado a la agricultura y la transformación. La mujer como símbolo ha estado ligada a la tierra. El eco de esas reflexiones se oye alrededor de las palabras que plantea Susana con los procesos agroecológicos y las formas de producción.
«Hay otros roles que han ido asumiendo ya a nivel comunitario [las mujeres]. Y es ese rol de liderazgo desde las juntas de acción comunal, desde las asociaciones, por ejemplo, aquí en Santa Rosa hay una asociación que es la Asociación de Mujeres Campesinas, AMMUCAMP. Y desde ese momento en que uno llega, como profesional, uno empieza a darse cuenta que hay muchas cosas que se pueden aportar desde la experiencia de uno, desde la experiencia profesional, la experiencia de vida, la experiencia de trabajo con instituciones, el mismo conocimiento». Susana confiesa que su llegada a los roles de liderazgo comunitario no se da de manera inmediata. Su discurso es acompasado, serena, y en todo momento no deja que ninguna emoción fuerte la altere mientras relata su experiencia en el ámbito comunitario. La escena se construye como un ritual, con sus ajuares, las prendas de Susana, su collar y todo lo que tiene su finca invitan a un ritual. Las palabras envuelven el ambiente y ella continúa.
«Entonces, digamos que fue también llegar a asumir el reto de ser la presidenta de una Junta de Acción Comunal que estaba por diluirse, por acabarse, porque no había nadie que quisiera asumir ese liderazgo. Entonces, cojámoslo porque no nos podemos quedar sin Junta de Acción Comunal». Los procesos de liderazgo comunitario campesino son complejos, están atravesados por las barreras burocráticas y políticas a las cuales deben enfrentarse tanto hombres como mujeres. Aún así, los procesos comunitarios liderados por mujeres campesinas resultan un antecedente importante de organización social.
Tal como lo muestra el reportaje (pódcast) Un pedacito de bosque: mujeres con tierra para decidir (escuchar). Allí Maritza Palma, reportera investigadora, evidencia con mujeres campesinas del Tolima las barreras y dificultades en acceder a la tierra. Una de ellas dice: « El que diseñó el cuestionario para poder nosotras, como mujeres campesinas, tener acceso a la tierra, perdóneme, la expresión lo está haciendo mal (…) Son muchos requisitos que llega a la hora. Tras de que las preguntas son formuladas de una manera académica, para nosotras necesitamos por lo menos asesoría para poder llenarlo y cuando se llena de alguna forma, entramos a mirar cuestiones de suerte». Barreras y más barreras se erigen alrededor del mundo campesino. Cómo no recordar el cuento de Kafka Ante la ley donde un campesino muere esperando poder entrar a la puerta de la ley, pero un guardián le impide el paso. El campesino a punto de morir pregunta quién podía entrar por esa puerta y el guardián le responde: «Nadie más podría entrar aquí, pues esta entrada estaba destinada sólo a ti. Iré ahora a cerrarla».
La ironía kafkiana se hace presente permanentemente en el mundo —Las palabras del escritor Rodrigo Argüello aciertan, cuando dice en su dossier: “Kafka no ha muerto”— y más en el mundo campesino. Las normas que son pensadas para beneficiar al campesinado, terminan por convertirse en una barrera para estas comunidades. La burocratización del mundo campesino pasa a ser una forma de violencia más que deben enfrentar los hombres y mujeres que viven en el campo.
Esto lo sabe Susana, una mujer profesional, formada y con las capacidades para enfrentar ese mundo burocratizado. De ahí que sea tajante al señalar que: «Y esa brecha va a seguir por mucho tiempo. Entonces, uno va a ver cuál es la calidad de educación que brindan en una escuela rural, es ninguna, es terrible. De esos niños que van a la escuela rural muy poquitos pasan a una educación de bachillerato. Y sigue siendo duro en la parte rural.Y esos niños que en los colegios rurales que tienen 11 son, no sé, el 1% y el 2 que puede aspirar a entrar a una universidad pública, porque precisamente su formación desde chiquitos ha tenido muchas falencias. Y eso hace que cada que que en el campo haya analfabetismo todavía».
Esta idea que puede sonar impopular, que incluso parece una condena divina y rompe con la idealización del mundo campesino. Susana la enuncia como si en sí estuviera el mandato de un dios déspota que condena a los hombres y mujeres que viven de la tierra. Sin embargo, su honestidad brutal coincide con lo que se plantea en el libro La quinta puerta. De cómo la educación en Colombia agudiza las desigualdades en lugar de remediarlas.
En términos generales tenemos un sistema de apartheid educativo: los hijos de los ricos estudian juntos y reciben una educación de buena calidad y los hijos de los pobres estudian juntos y reciben una educación mediocre o mala. Esta situación se agrava cuando se trata de los campesinos. Hasta la mitad del siglo pasado los niños del campo tenían un bachillerato reducido (tres años en lugar de seis) y se les enseñaba más religión que geografía o ciencia. Los campesinos eran ciudadanos de segunda clase que solo parecían aptos para enlistarse en el ejército o para ser peones de finca. Hoy en día, las tasas de deserción y analfabetismo siguen siendo mayores en el campo.
«¿Sabes? tenemos un montón de analfabetos funcionales, o sea, gente [campesinos] que de pronto firma, que más o menos lee, que de pronto hace unas cuentas, pero hay mucho desconocimiento y ese desconocimiento hace que las mismas comunidades no puedan empoderarse y asumir procesos en su propio desarrollo, en su propia defensa, en defender sus recursos, sus territorios, sus derechos». Susana no pierde la compostura, como una diosa quimbaya, se mantiene altiva, trabaja por su comunidad, una leve sonrisa se forma en su rostro cuando intuye que su comunidad la reconoce como tal. Pero como toda diosa puede llegar a ser cruelmente sincera y no oculta las contradicciones que vive el campo. Ese campo ama, habita y construye a diario.