«Yo no fui niña, yo fui grande desde la edad de seis años. Nunca jugué como las niñas, pues uno a esa edad juega a las muñecas. En vez de eso, yo ayudaba a mi mamá con los niños e iba por agua; cocinaba y arreglaba cocina, todos los días». Cuenta María Mirtalda Loaiza Herrera, mientras hurga en un cajón buscando un bolso que hace poco tejió por encargo. Se mueve por la casa, sonríe, busca las agujas e hilos con los que teje, y con los que parece jugar.
«Los lugares que más marcaron mi vida fueron donde nací, que fue muy lejos de acá: en una casita de madera donde había dos cuartos, una cocina y un patio grande; y la escuela de La Suiza, donde aprendí a leer y a escribir, la recuerdo mucho». Sonríe, doña Mirtalda, no para de sonreír. Señala una de las muchas fotos que están en la pequeña sala de su casa. «Este es un hijo, este es un nieto, está lejos; este otro vive cerca». Mira con la incredulidad de un niño que no entiende en qué momento la vida pasó tan rápido.
Al llegar al corregimiento de La Florida, después de esquivar a cientos de ciclistas que suelen arribar en manada los fines de semana, se halla el mural del colegio Hector Ángel Arcila, que rinde homenaje a Miguel Loaiza, padre de Mirtalda. Aquel padre fue un sabio de las plantas. Un yerbatero que sirvió a la comunidad con sus saberes, fue el hombre que intentó, una y otra vez, aliviar los malestares y enfermedades del campo. Inmortalizado en un libro que recoge sus recetas, en el mural del colegio y en una de las canciones de Rubiel Pinillo, cantor y compositor tradicional del corregimiento, dice: “ Miguelito ay, cúrame este dolor, Miguelito…”. También quedó grabado en las manos de su hija. Las manos del padre que curaban a través de sus saberes, persisten en el tiempo a través de las manos que tejen de la hija.
«Lo más importante para mí es haber sido hija de Miguel Loaiza. No sé, eso a mí me causa mucho orgullo. Porque mi padre a pesar de ser de la época más antigua, nunca fue un señor que maltrataba, nunca fue grosero, nunca nos trató mal. Recuerdo que cuando él me llevaba a caminar, íbamos al río o íbamos a una cañada o salíamos a los potreros. “Ah, mirá las plantas”, él me decía, “esto sirve para tal cosa, esto para tal otra, así”».
El río Otún está bastante cerca, se oye su paso, mientras Mirtalda habla de su madre. Los recuerdos fluyen y pasan como el agua. «Con mi madre jugaba mucho cuando yo tenía catorce o quince años. Ella nunca jugó, ella tampoco pudo ser niña: trabajó desde muy pequeña y luego muy joven se fue con papá a vivir como cuando tenía doce años. Ella y yo fuimos niñas juntas, jugábamos con agua, andábamos de un lado para otro. Nos tirábamos agua o plátanos. Fue muy linda esa época, ambas vivimos la niñez juntas». Tanto a la madre como a la hija se les negó la posibilidad de ser niñas. Aun así, abrieron un paréntesis en la cotidianidad para dejar de ser madre e hija y ser, por un momento, dos amigas, dos niñas que jugaban con el agua que no ha parado de correr. El papel de la mujer en el campo es relevante, como lo demuestra el libro La Constitución Campesina, aún así sobre ellas recaen -como un sesgo de género- las cargas de las labores del cuidado. “Mientras que el 49,3% de las mujeres campesinas se encargaban del hogar, el 2,4% de los hombres lo hacía.”
Mirtalda huele una flor, observa el río Otún y continúa caminando. «Lo que más me gusta es la parte natural, que usted sale y puede ver el árbol, la flor allí y los pájaros volar; el aire es limpio y escucha el cantar del agua. Todas esas cosas para mí son muy esenciales, a mí realmente no me gustaría vivir en otro lugar», expresa. No se detiene, vuelve y mira la flor, vuelve y escucha el río, esta tejedora se divierte mientras enhebra el pasado con sus palabras, y disfruta de la cercanía del río Otún.
Los tejidos la esperan en casa. «Porque ahí se deja todo: en el tejido se deja el estrés, se deja el amor, se dejan los saberes de las personas antiguas.», sonríe Mirtalda, mientras mira el paisaje a través de la ventana de su cuarto. Dos paisajes se observan desde este punto de la cuenca del río Otún: los cultivos de cebolla contrastan con los hilos que tejen la vida de Mirtalda Loiza.
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