Algo se mueve entre el follaje. Una mano se tensa y aprieta el machete. Solo el viento hace mover algunas hojas. La respiración de uno de los animales que está en ese metro cuadrado se contiene, es un macho, dejó de escarbar porque se siente observado. Por fuera del follaje, una hembra cazadora de la especie homo sapiens sapiens aguarda con sus crías. Un movimiento rápido de la hembra abre el follaje, el macho de cusumbo — mejor conocido como armadillo o Chaetophractus nationi— intenta huir; un golpe seco, la sangre que corre y las crías de esta hembra saltan de un lado para otro. María Consuelo Ríos Vallejo tiene sesenta y seis años y vive en el corregimiento de La Florida, mientras riega agua a las plantas de su vivero recuerda cómo acompañaba a su madre a cazar en la vereda San Juan de la Cruz. Hoy se puede observar la montaña cubierta por bosque donde antes quedaba la vereda y la casa donde nació esta mujer.

«Mi infancia fue bonita con mis papás, somos nueve hermanos y siempre en la montaña, ya teníamos nuestra casa, vacas, cerdos, gallinas de todo. Tocaba ir a la montaña a sacar bejuco para poder comprar la remesa, coger mora, coger lulo, ordeñar de todo. Traer el caballo de mi papá acá a La Florida cuando bajaba a hacer su remesa, sacar musgo, todos las labores del campo, pero nos tocó siempre muy duro porque era en la montaña, andando toda la montaña, buscando el bejuco para hacer los canastos, pero vendíamos acá [La Florida]». Los movimientos de Consuelo son pausados, una leve sonrisa se hace en su rostro, como queriendo expresar su timidez. Parece mirar de reojo su casa y la montaña que son  —al parecer— lo mismo. Mientras ella habla su esposo y uno de sus hijos también se mueven por el vivero. Todos cuidan las diferentes plantas que se encuentran allí —o ¿ acaso será esta familia la cuidada por las plantas?—.

«Íbamos al monte a sacar el bejuco también con él, o si no pues mis hermanos y yo. Allí íbamos a coger mora, que había mucho. También frijol, el petaco, que era lo que se daba por ahí en las montañas, sembramos frijol normal, maíz ,y de eso nos manteníamos y sobre todos de las vacas, el ganado que era el que nos daba la leche, el queso, la mantequilla para nosotros mismos».  Una imagen originaria de una familia, anclada en las laderas de una montaña, sembrando, recogiendo los frutos de la zona y utilizando al ganado para la producción. Una familia campesina del siglo pasado que vivía de la tierra y en la tierra se mantenía.

 

La imagen de su madre está latente en los recuerdos de Consuelo.  «Mi mamá hacía todo lo de la casa y con mis nueve hermanos, también se iba para la montaña a ayudarnos y le gustaba mucho la cacería. Tenía dos perros de casa. Entonces ella era la que se iba para el monte a sacar  los gurres que llamamos, los tales cusumbos. Era muy cazadora, por eso mantenía con los perros, también cazaba las guaguas». Una pareja de caminantes que se dirige al río se detiene por un momento a contemplar las flores y las demás plantas que están en el vivero de Consuelo, por un momento parece que van a preguntar por una planta o una flor, pero deciden seguir su trayecto, solo dejan la admiración por ese espacio tras de sí. «Era brava [la madre] para cazar», con esta afirmación rotunda hacia su madre se expresa Consuelo.

Mientras doña consuelo sigue moviéndose con delicadeza entre las flores y los diferentes canastos, no puede dejar de evocar esa infancia atravesada por el trabajo y la colaboración alrededor de la tierra y familia. «Yo me montaba caballo a pelo, así que nos mandaban por las bestias [vacas] a la montaña, entonces le tirabamos el lazo, las cogíamos y ya nos veníamos ahí la ordeñar. También aprendí, desde que tenía como ocho años, a ordeñar vacas. Y a sembrar mora, todo lo que ya ellos lo hacían, nosotros también lo hacíamos». Muchos niños y niñas deben asumir desde muy temprana edad los oficios de sus padres, en ocasiones, sin distinción de género. Es decir, niñas que desde muy jóvenes heredaron las obligaciones de trabajar la tierra y el cuidado de los animales, no solo los oficios de la casa. En palabras de doña consuelo, heredaron “la berraquera”.

 

Mientras que Consuelo se mueve de un lado a otro, con el cuidado necesario para no lastimar una hoja o una flor. Su esposo Gonzalo Ramos se sienta sobre una silla rimax mirando hacia la casa donde vive con su familia. Recuerda que esa propiedad pertenece a su familia hace más de ciento veinte años, y que seguirá perteneciendo a ella por un tiempo indeterminado. Antes estaba construida en bahareque, una forma tradicional y económica en la que estaban construidas las casa campesinas, ahora está en material y la observa con cierta plenitud. Está casado con Consuelo desde hace más de cuarenta y ocho años y tienen tres hijos: Jhon Fredy, Luis Gonzalo y Cristian.

Gonzalo fue —y quizás siga siendo— un líder muy importante del corregimiento. Pero cuando habla de su esposa algo se detiene, como hace cuarenta y ocho años que la conoció. «El trabajo de la mujer no se valora, pero es el más importante de la comunidad.  No se valora porque no se ve, eso es lo triste» Gonzalo habla con fuerza, en él siguen los rastros del político, del comunero y del líder que nunca ha dejado de ser. « Christian le puso a la mamá [Consuelo] un vivero, ella es la que más sabe. Ella es enferma por el jardín —una sonrisa se hace en el rostro de Gonzalo—, si no está manipulando las matas no está contenta».

Don Gonzalo se levanta a dar indicaciones a su nieto que está trabajando la tierra. Lo orienta, le dice donde debe desyerbar y dónde debe tener cuidado de no cortar alguna planta o fruto que se esté cultivando. Se mueve lento, pero sigue con la misma seguridad con la que fue dirigente comunitario, perteneció a la defensa civil y dirigente de la J.A.C., en un momento Gonzalo se le escapa una frase lapidaria del trabajo comunitario: «Ser cívico no es fácil». Confiesa que uno de sus grandes logros fue liderar el proceso de pavimentación de la vía a La Florida, pero éste como tantas otras empresas comunitarias estuvo plagado de problemas, malos entendidos y mucho esfuerzo. Todas las dificultades que enfrentó en su trabajo comunitario encontraron refugio en su familia, en su esposa, Consuelo.

Cristian, su hijo menor, es profesor universitario, ha viajado por otros países, reconoce la belleza de otros lugares, pero como una semilla que solo crece en un territorio, sabe que su vida está en La Florida. Su familia es el centro de su existencia. Eso se puede ver con el amor con el que habla de su madre: «Mi mamá es increíble, tiene una mentalidad amplia y madura, comprende temas religiosos y no es dogmática. Tiene una capacidad de interrogar y de pensar críticamente. De ella siempre tuve esa mirada». Con la madre comparte la afición por la cocina y las plantas. Él también es un conocedor y amante del reino vegetal.

 

Mientras Cristian describe su relación con su madre, la voz de Consuelo se alcanza a oír entre las plantas, diciendo: «a La Florida visitarla por todo, todo lo que tenemos, por todo, por el aire, por el agua, por todo, porque tenemos unos ríos muy hermosos para ir a pasear y el vivero porque tenemos siempre mucha variedad y la gente pues le encanta venir acá por por su variedad y por su sus flores, porque los atendemos bien».

Cristian también la escuchó y sonríe. «Yo le dije que montemos un vivero, pero vender siempre se le dio difícil a mi madre, porque ella es una mujer que le gusta compartir sus conocimientos con las personas». Cristian sabe que todo lo debe al cuidado de sus padres. En su madre, tiene la conexión con la tierra y las plantas, con la familia, con todo lo que lo une a la tierra. «Yo siento que hay una conexión entre la familia y el jardín. Porque tener un jardín es cuidar, limpiar, abonar. Así hace mi mamá con la familia, nos cuida. Sin que ella diga una palabra, nos cuida a diario. En la familia, con mi papá y mi mamá siempre se dijo que se sale adelante siendo buena persona».

 

Consuelo no para de recomendar y hablar de las matas y las flores. En su casa hay más y cuenta como estas flores atraen a los colibríes. «Alguno tuvo que pasar por aquí en la mañana». En un momento vuelve y muestra la montaña donde vivía cuando era niña con su familia. En medio de la reminiscencia se le escapa una confesión cuando se le pregunta por su flor favorita: « a mí me gustan todas, pero sobre todo me gustan estas que son las las ulias. Son muy hermosas y me gustan mucho porque le gustaba mucho a mi mamá entonces, me fascinan».

 

La madre cazadora llama a sus hijos para que la ayuden a empacar la presa que capturó. Entre las crías de esta cazadora hay una pequeña niña que no para de mirarla con admiración. La madre no lo percibe por la emoción de la captura, pero se acerca a sus hijos con el mayor cuidado, los organiza y alista para que regresen todos a casa. Allí está la madre que no deja de cuidarlos y de estar pendiente de ellos. La hija que antes no paraba de mirarla sigue observándola en casa, quiere cuidar, cazar y proteger a su familia, brindar consuelo y protección en un futuro.

Proyecto Ganador de la Convocatoria de Concertación Municipal PEREIRA 2025