“Inmediatamente advierto que no se puede estar viendo un huevo”.
Clarice Lispector- El huevo y la gallina
Las gallinas criollas de esta finca se asemejan a algunas campesinas: escarban la tierra, van y vienen de un lado para otro, cacarean, se llaman, observan el lugar; a veces un ruido las altera, saltan y cuidan de sus pichones. Ambas, tanto mujeres como gallinas, han sostenido la seguridad alimentaria del campo, trabajan a diario en sus labores para garantizar que la economía campesina logre resistir; ambas, por lo general, no son reconocidas y suelen llevar una vida de sacrificios.
La música que suena desde los gallineros no se detiene. Margaritas, Punky, Amaranta, el gallo Ciro, la señora Cándida… la mayoría de esas gallinas que pastorea tienen un nombre, cada una tiene una personalidad, un modo particular de habitar ese pequeño mundo que recorren una y otra vez. Y mientras las gallinas van y vienen de un lugar a otro, Margarita Vargas Gallego, la dueña de la finca, no para de mirarlas, las contempla como si en ellas residiera un secreto.
«Soy Margarita Vargas Gallego. La conexión que tengo con los animales y con la tierra, en general, viene de ella misma, porque desde pequeñita siempre tuve esa inclinación y siempre me maravillaba viendo las vacas, los terneros, el caballo del abuelo y todo el entorno en general». Cuando niña, pasó muchas vacaciones en las fincas de su familia paterna, como una visitante que iba y regresaba a reencontrarse con sus familiares en vacaciones. Quizás desde ese momento no se podía intuir que aquella niña que recorría fincas del Valle del Cauca se convertiría, con el paso del tiempo, en una campesina de la cuenca media del río Otún.
Así inicia la conversación esta mujer que desde siempre se maravilló con el campo, aunque tuvo que emigrar como tantos otros para encontrar una oportunidad fuera del país. Pero la tierra reclama a los que parecen estar destinados a cuidar de ella. Margarita decidió ser una campesina; sí, tomó la decisión de ser una campesina con todo el peso que una decisión de estas trae consigo. Regresó, no para asentarse en una casa campestre a contemplar el paisaje, sino que retornó para habitar una finca, un territorio, para trabajar la tierra.
“La tierrita” que se consiguió y que le ha permitido ser, venía con una casa deteriorada por el tiempo — como tantas otras casas campesinas derruidas que hacen parte del paisaje cafetero— que se resistía a caer. Margarita, al igual que a la tierra, ha cuidado de esta casa: tapando goteras, organizando los corredores, pintando las chambranas, haciendo de esta casa un paisaje dentro de otro paisaje.
«Mi papá es muy amoroso y mi mamá muy tenaz en el trabajo y muy responsable. Mi papá tuvo una farmacia de joven, fue comisionista, vendió carros y estuvo en el campo, siempre lo admiré. Toda la familia de mi papá ha tenido relación con el campo, aunque ya no viven allí, han tenido fincas, trabajaron mucho tiempo en ellas. Mi mamá trabajó muy duro desde muy pequeña. Se encargó de parte de su familia, porque la abuela murió muy joven y mi mamá trabajaba en casas, lavaba ropa para ayudar en el hogar. De ella aprendí la responsabilidad, la tenacidad, la resiliencia y la mayor cualidad que me heredó fue la independencia». Cuenta Margarita en el corredor de su finca, mientras una perra, pastora alemana, se coloca detrás de ella, cuidándola, sin perderla de vista.
Margarita no comparte su finca con otra persona, vive en compañía de los animales con los que trabaja a diario la tierra. Las labores del campo, a pesar de ser arduas y agotadoras, no agrietan la independencia de esta mujer.
La perra va a donde Margarita se dirige; si Margarita va a la cocina, allí llega la perra; si Margarita va al gallinero, allí está Lucrecia —la pastora alemán— oliendo las gallinas, mirándolas. A pesar de que se suele tener una imagen idílica sobre la vida en el campo, esta suele estar plagada de pequeños y grandes desafíos, que van desde las adversidades del terreno, hasta el cuidado mismo de los animales.
«Lucrecia, la pastora alemana, llegó de tres meses a la casa. Una cachorra muy territorial, nerviosa y con la necesidad de estar siempre en compañía de alguien. A los cinco meses más o menos realizó el primer ataque a las gallinas. En total, que me haya dado cuenta, sacrificó cuatro gallinas de las cuales alcanzó a comerse dos. Todo esto pasaba cuando yo me ausentaba de la finca por unas horas. El último ataque de Lucrecia me llevó a pensar en buscar un nuevo hogar para ella, porque no podía seguir sacrificando aún más mi tranquilidad y el bienestar de ciento cincuenta gallinas, por ella. Así que tuvimos una conversación ella y yo. Seguí trabajando en intentar mantener una energía equilibrada. Fue muy difícil todo el proceso de las dos, estábamos ansiosas. Ahora Lucrecia tiene dos años y medio, la edad también la ha ayudado a madurar. Aun sigue siendo un poco complejo cuando me ausento demasiadas horas, pero ha mejorado muchísimo todo. Aron también ha sido de ayuda para las dos» . Arón es un perro criollo que también vive en esta finca, camina por ella como un guardián, olfatea el ambiente y si todo está en orden se echa a descansar. Cada animal que habita la finca encarna un saber, una experiencia. Lucrecia representa la paciencia que obliga a aprender de los tiempos que vive cada animal y de la necesidad de saber acompañarlos. Lucrecia sigue con la mirada a Margarita mientras se dirige a la cocina por otro café.
Las gallinas corren a refugiarse en el gallinero porque un aguacero se ha desprendido con fuerza. Todas corren, incluyendo los gallos, para evitar quedar bañadas antes del anochecer. Mientras aguardan a que cese la lluvia, en el gallinero suena una canción de Caifanes, la banda de rock mexicano; entre las gallinas, el humo de una vela de incienso se esparce por el espacio.
Para el historiador Albeiro Valencia Llano, en su libro: Colonización antioqueña y vida cotidiana, las gallinas tuvieron una gran importancia para los campesinos de la región en el proceso de colonización. «En general, la gallina tuvo gran “figuración” en la finca y “el sancocho de gallina” aparecía como el plato preferido para las celebraciones: bautizos, matrimonios, y para cuando la señora “estaba en dieta” (periodo después del parto). Los pioneros que se movieron en el proceso de colonización cargaban las gallinas junto con los enseres y semillas, con el perro y el cerdo, a los pocos meses tenían bien surtido el gallinero, utilizando los árboles como dormitorios, con el fin de proteger las aves de sus enemigos naturales»
En otro lugar de la casa, un pollito enfermo es cuidado en una caja acondicionada para su recuperación. Margarita vela por el bienestar de cada uno de sus animales, sabe que cada ser aporta a la finca, contribuye de una u otra forma a cuidar la tierra que habitan, y que los alimenta. Por lo general, las gallinas ponedoras (llamadas en la finca “Margaritas”, porque son todas iguales, modificadas genéticamente), exigen mucho cuidado, ya que a estas gallinas, como señala Margarita: «Se les olvida ser gallinas, nacen de incubadoras y no son incubadas por otras gallinas. Además se les hace un despique (corte de pico), para que cuando lleguen a los galpones no se agredan entre ellas por el estrés de estar encerradas. Entonces ya después no tienen ese pico largo puntiagudo que tienen las criollas y eso les impide rasgar la comida, escarbar y arrancar. Yo no estoy de acuerdo con eso, porque es un ser que necesita un cuidado, un acompañamiento y un cariño. Aún así yo las cuido igual que las criollas, les doy cariño y respeto, por eso no se me enferman casi nunca».
El proyecto de la finca de Margarita inició con una donación de gallinas ponedoras dadas por un programa gubernamental. Aún preserva cierta cantidad de ponedoras, pero sabe que son las gallinas criollas las que deben ser el soporte de la finca. Sacrificar algunas ponedoras, si bien es necesario para la finca, no es fácil para esta mujer. Margarita suspira, habla de la obligación de sacrificar algunas ponedoras —-se le corta la voz —, porque al igual que cualquier ser, estas “Margaritas” merecen ser respetadas tanto en vida como en su trayecto hacia la muerte.
Las gallinas (criollas y ponedoras) en su pastoreo cuidan la tierra de algunas plagas, al tiempo que la abonan. La meta para Margarita es que la finca se convierta en todo un ecosistema sustentable, donde las gallinas cuidadas con respeto y amor, den a las personas unos huevos cargados no solo proteínas, sino que contengan una pequeña historia de respeto por el territorio y los animales que proveen alimento.
Margarita tiene entre sus manos un pocillo lleno de café, mira el galpón mientras el aguacero continúa. Unas cadenas conducen el agua lluvia a unos tanques de almacenamiento. Toma otro trago del café oscuro que ella misma preparó, esto la relaja. El trabajo en la finca es agotador, siempre hay algo que hacer, que arreglar, que recoger, su cuerpo siente el rigor de la tierra. Ella no quita su mirada del gallinero, siente que está en el lugar que siempre quiso estar. No hay espacio para alguna duda, ser campesina era su destino.
¿Cuál es la relación que se puede tener con el campo cuando no naces en él?
No haber nacido propiamente en el campo, no fue una excusa para que Margarita se separara de la vida rural y su importancia para nuestra sociedad. Ese amor por la naturaleza, lo ha traducido en ejercicios de conciencia para rescatar una de las labores más tradicionales y significativas de la vida campesina: el oficio de tener gallinas criollas.
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