El televisor está encendido. Un oficial del ejército relata la forma cómo asesinó a jóvenes para hacerlos pasar por guerrilleros, mientras habla, el periodista que lo entrevista escucha absorto —la transmisión es en vivo—-; una rafaga de viento levanta el polvo de la carretera.  El polvo entra, se asienta  en la biblioteca al aire libre que está en el antejardín, al igual que en los libros que están detrás del sofá, el resto se esparce por el interior del hogar. Todo se dispersa: el polvo, las sombras, los cuerpos; el oficial confesó, el periodista, todo menos la sonrisa de doña Nelcy prepara el desayuno y observa de reojo los ingredientes para una de sus tortas. 

 

“Mi nombre es Nelcy del Carmen Ramírez Guevara, tengo 59 años. Vengo de Guática, Risaralda. Yo perdí a mi madre teniendo seis años, solo me acuerdo de ella cuando la vi llorar cuando le fueron a decir que habían matado al abuelo. ¿Y papá?, bueno después de que faltó mi mamá, él formó un nuevo hogar y como nosotros estábamos tan pequeños nos regalaron a distintos familiares por parte de mi mamá”. Desde la cocina, doña Nelcy puede ver parte de los guadales y cultivos que conforman el paisaje del corregimiento de La Florida; habla, revuelve los ingredientes de sus tortas y evoca el pasado. En ningún momento deja de sonreír, ni el eco de las noticias que emite el televisor, ni al recordar el pasado, ni las sombras que se forman a esa hora del día,  logran que el rostro de de doña Nelcy se ensombrezca. 

En tanto doña Nelcy cocina, las  sombras en el hogar desaparecen, así sea por un corto periodo de tiempo. “El recuerdo más grato que conservo de mi niñez, pues como eran familias tan abundantes en esa época que todos los primitos y nietos de mi abuela iban a dar a la casa de ella,  es esa  casa grande con corredores que tenían bajos con pesebrera. Jugábamos allá, en la pesebrera, al escondite y hacíamos comitivas. El potrero que daba al frente de la casa de mi abuela, era donde nos íbamos todos los primos y llevábamos cartones con tablas para rodar con costales  y luego: ¡a comer moritas! Una tía nos echaba el algo, nos echaba jugos o nos echaba agua panela con pan o alguna cosa, nos echaba la lonchera, fue una infancia muy linda”.

 

La torta de pan que está preparando doña Nelcy, ya tiene los ingredientes disueltos  en un recipiente. La mano derecha funge como batidora y los dedos cumplen la función de aspas. Para que esta torta pueda ser horneada, los ingredientes deben estar disueltos, no puede haber grumos en la masa. Cada una de las partes debe haber dejado de ser para convertirse en una masa uniforme. Doña Nelcy mira la masa y luego mira hacia la ventana, esperando ver un rostro conocido. “Yo me casé a los veinticuatro años. Y seguí viviendo ahí  mismo en el pueblo, en una casita cerquita donde vivía mi abuela, para estar subiendo a visitarla porque ya estaba enferma en esa época. Pero  a los veinticuatro días de yo haberme casado se murió, como que estaba esperando dejarme en un hogar.” Al hablar de su abuela, su voz tiene un cambio — casi imperceptible —, de ella aprendió a cocinar con amor (afecto), para todos los visitantes que iban a la finca. El eco de ese amor materno en la cocina perdura en las palabras y actos de doña Nelcy.

 

Al preparar las tortas, se abre un paréntesis en el mundo para doña Nelcy. El mundo termina por ser los ingredientes de una torta y un cuerpo repleto de afectos. El mundo no desaparece, se encoge para ser más profundo y abrir trochas por donde, al igual que con las tortas, encontrarse con los otros. 

 

Ese acercamiento con los otros es el que piensa Luz Marina Veléz Jiménez en el texto Del saber y el sabor. Un ejercicio antro filosófico sobre la gastronomía, cuando expresa que:  “Nos encontramos no por casualidad, con que el verbo español comer, de donde procede comensal y comensalidad, está formado por com y edere, que significa “comer con otros”. Así ella —- doña Nelcy— participa de las conversaciones que tienen los comensales en el Cine Club La Florida —  nombre del negocio familiar — desde la barra, en silencio, mientras ellos departen entreun café y comen de la torta que ella preparó. 

Al dejar la torta en la mesa y regresar a la barra, desde donde revisa las cuentas, verifica que la greca esté bien, limpia los vasos, mira de reojo a los clientes para verlos comer sus tortas y detonar una sonrisa pícara, casi cómplice. Sola — porque sus familiares están en está ocasión en otro lugar — se siente acompañada de cada uno de los visitantes del negocio; las tortas logran quebrar la soledad.

 

Alguien ha apagado el televisor que transmitía la audiencia de la JEP; el conflicto en Colombia ha mutado de muchas formas, desplazando o desapareciendo cuerpos. “Nosotros nos vinimos de Guática, porque mi esposo trabaja en una volqueta de Cartón Colombia, y en esa época llegó la guerrilla y nos tocó salir de allá, los volqueteros quedaron sin trabajo. Pero a él lo mandaron a trabajar por acá, cerca de Santa Rosa. Hace veinte años que estamos por acá y doce años que tenemos nuestra casa. Y mi lugar favorito aquí es la cocina”. De nuevo una sonrisa se forma en el rostro alargado de doña Nelcy, no deja de batir la masa y mira por un instante el lugar que ha construido con su familia. 

 

Lleva la torta al horno, sabe que en cuarenta minutos — a veces un poco más, a veces un poco menos — la torta ya estará lista. Sale al antejardín para ver el paisaje del lugar que la acogió hace tanto tiempo, y del cual ella ya hace parte. “Yo siento que la mujer es muy importante en el campo, porque ella es la que le pone la alegría, el entusiasmo, el brillo a las cosas para que se hagan con amor. Ellas aportan como amor, mucha comunicación y sentir,  hacer sentir a las otras personas importantes”.

 

El calor del horno funde los ingredientes: el pan, el bocadillo, la harina y el queso se integran en un nuevo estado y el olor de  esa mezcla danza en las narices de quienes esperan. El olor a torta   es un susurro que delata que ya la torta está lista. Doña Nelcy, la divide en partes iguales, organiza un plato donde todos pueden tomar un trozo, acerca los pocillos con café. Sonríe y observa en detalle el gesto de cada persona al comer sus tortas, siente que en ellas va algo de su ser, en cada trozo de esta torta está una parte de la sonrisa de la niña que jugaba en Guática, un fragmento de las palabras de la abuela y la historia del territorio que la acogió.  

Alejandra Grisales Quintero

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