Todas las hojas son del viento
Ya que él las mueve hasta en la muerte.
Luis Alberto Spinetta.

Los cuerpos sudan por el sol y el calor del motor. Un  jeep rebuzna como un animal enjaulado, atascado en un lodazal es empujado por un grupo de hombres y mujeres que están en un convite para hacer una carretera que conecte a una finca con la vía principal que une al corregimiento de La Florida con el de La Bella.  Del esfuerzo y los movimientos erráticos de todos, el jeep logra salir expulsado como un cohete, y los cuerpos que antes lo empujaban, ahora contienen la respiración porque  se dirige a un barranco. La tensión dura un instante. Todos sonríen y sienten el alivio de no estar lamentando un accidente; los cuerpos retoman las palas con las que mueven la tierra y abren camino para los frutos e historias que se cosechan en esta finca.

 

Este lugar entrelaza los oficios y la historia de dos mujeres: Amparo Ramos Salazar y Yurani Monsalve Ramos, madre e hija, unidas por un vínculo de sangre y tierra. La madre recoge esa tradición de mujeres que con esfuerzo sacó adelante —-ella sola— a su familia. Hacedora de múltiples oficios, su cuerpo tiene el rastro de todos los años que ha trabajo — y sigue trabajando— para salir adelante. Un restaurante es el fortín de esta mujer, donde alimenta a los campesinos que aún aran la tierra en La Florida. La hija — al igual que la madre— se movió por diferentes oficios, pero la tierra germinó en ella y al día de hoy, en la finca donde vive con su esposo, desarrolla un proyecto de producción agroecológica. Los frutos —libres de fertilizantes y venenos— que da la finca de la hija, llegan al restaurante de la madre para ser preparados y entregados a los campesinos. La tierra, otra metáfora de la madre, acoge a estas mujeres, ambas cumplen el rol de ser madres, dadoras de alimentos. La tierra y sus frutos atraviesan las venas de estas mujeres.

La tierra como eje que traza el vínculo entre madre e hija, tiene un pasado, un legado en común que se inserta en el cuerpo de cada una de ellas. La tierra y el cuerpo femenino se entrelazan, ambos dan vida y su fecundidad da paso a las experiencias colectivas donde pueden participar los otros excluidos. 

 

“Mi nombre es Amparo Ramos Salazar. Mi infancia fue muy linda, pobre, pero feliz. Éramos una familia de dos hermanos, siempre nos levantaron en finca; para estudiar fue muy difícil, porque no había medios. Vivíamos en Dosquebradas en un sitio que se llama El Zarpazo, por allá nacimos todos. Mis papás campesinos humildes, trabajadores, luchando para sacar a todos sus hijos adelante con muchas dificultades”. Amparo aprovecha un espacio que tiene para recordar  su pasado y continuar la historia, después de haber servido una cantidad de almuerzos a los campesinos que llegan a su restaurante, ubicado en el casco urbano de La Florida.

“Lo más triste fue cuando mi papá se enfermó, que estábamos pequeños y que lo hospitalizaron y lo tuvieron que llevar para sacarle un pulmón, entonces ahí ya le tocó a mi hermano mayor trabajar y responder por toda la obligación. Me duele no haber podido estudiar, yo solo estudié hasta tercero de primaría. Ya acá en La Florida nos dieron estudio, pero fue muy poco. Fueron pasando los años, llegó el papá de mis hijas, me casé con él; me casé muy joven, de 15 años, y pues uno a esa edad está que se sale de la casa,  buscando como una mejor vida y no, no cambia, o  fue peor. Yo  no me arrepiento de mis hijas, porque mis hijas son todo; pero haberme casado tan joven por salirme de mi casa fue un error. Eso es lo que lo deja a uno marcado”. La historia de Amparo naufraga en el pasado, sabe que ciertas decisiones — formar un hogar con un hombre — que toman las mujeres en el campo buscando la libertad y el bienestar, terminan por condenarlas a vivir en una prisión más angosta. Aun así, no se arrepiente de nada, afirma que lo vivido le ha permitido tener una familia, unas hijas que la acompañan y siempre orbitan a su alrededor.

 

Las mujeres, hijas del campo, suelen tener un espejo de valor en aquellas madres, tías o abuelas que en su tiempo sacaron adelante a las familias, la mamá de Carmen no es la excepción. “Yo aprendí con mi mamá, porque mi mamá fue una mujer muy emprendedora, ella hacía tamales, morcilla, chorizos caseros; hacía muchas cosas para vender; entonces yo al lado de ella aprendí a preparar todas las cosas ricas que ella hacía. Esa es la enseñanza que me dejó mi madre”. Una enseñanza que al día de hoy perdura en el tiempo y en cada uno de los platos que prepara en su restaurante.

 

La cocina es el punto de encuentro de las familias y los saberes. Amparo, desde su experiencia y relación con el territorio, sabe que el cocinar le ha permitido crear lazos con los otros, habitar en la memoria de aquellos que han disfrutado un plato. “En mi  trayecto de vida, he vivido muchas cosas, lo que más me llevó también a aprender a cocinar mejor fue cuando estuve trabajando en la fundación de niños San Marcos y ahí aprendí también muchas cosas, porque también a uno le dan muchas enseñanzas”. Trabajar en el hogar San Marcos fue exigente, debía madrugar y salir caminando aun cuando no había amanecido, pese a esto, trabajó con mucho amor en esta fundación para niños. Preparar alimentos para aquellos que la vida golpeó con fuerza a pesar de la corta edad, era una motivación para Amparo. 

La violencia — y sus múltiples metamorfosis— suele habitar el campo.  Los campesinos suelen estar sometidos a relaciones de desprecio a pesar de ser la mano de obra que labra la tierra. En este caso, los campesinos de La Florida  han debido afrontar los cambios socioeconómicos que ha vivido el corregimiento, tal como ha sido ver la irrupción de una economía del turismo que termina por desplazarlos de manera silenciosa del casco urbano. Todo sube de precio, incluidos los almuerzos  y los jornales no suelen alcanzar para pagar el almuerzo que un turista paga sin mayor esfuerzo. 

 

Es allí donde Amparo con su restaurante realiza un acto de reconocimiento al trabajo del campo, sabe de su importancia y por eso ofrece a los campesinos de la zona almuerzos accesibles a sus manos llenas de tierra. Amparo sonríe y confiesa: “Para las personas de La Florida es bueno, porque toda la gente no tiene la capacidad ni el dinero suficiente para ir a comerse un plato caro, entonces en el restaurante Amparito lo van a encontrar”. Amparo sabe que los campesinos que llegan a su restaurante son de suma importancia; al final,  los ve marcharse con un caminar lento,  a algunos les cuesta levantar bien los pies, arrastran las botas, sea por el cansancio de años trabajando en el campo o por el tiempo muerto que llega después de cada almuerzo.

 

Si en el cocinar de la madre está el bienestar, en el cultivar de la hija reside el misterio de la vida. Yurani camina de un lado a otro en su finca, buscando un cogollo o una herramienta para labrar la tierra que desde hace algún tiempo habita y cultiva. Ella tomó la decisión — junto a su esposo y familia— de apostar por cultivos agroecológicos, es decir, cultivos libres de pesticidas y fertilizantes que, en exceso, deterioran la tierra. En una zona donde los cultivos de cebolla son trabajados a partir del uso y abuso de pesticidas para aumentar la producción, la finca de la Yurani y su familia nada contra corriente.

 

Y como toda práctica que va en contra de lo aceptado, la agroecología exige del otro, de los lazos comunitarios, como lo expresa Yurani: “me empezaron, a compartir conocimientos de siembras, ya luego pude hacer un pequeño curso en soberanía alimentaria. Entonces ya empezamos a tocar el tema de las mingas, porque actualmente hemos perdido mucho ese sentido del compartir. Porque ya todo es vendido o comprado, pero se olvida que hay que compartir como en otros tiempos. Antes siempre eran «vaya llévele al vecino, al tío o al abuelo», pero siempre se repartían comidas por todas las fincas, bueno y ahora una cantidad ahora hay mucha gente”. Yurani intuye que en esa práctica cotidiana de estar con el otro y compartir está la clave para resistir las adversidades propias del campo. Por eso parte de sus cultivos han podido germinar gracias al acto de compartir semillas, de intercambiar saberes y apoyar mingas.

 

La apuesta agroecológica que lleva Yurani implica la presencia del otro, participar o recibir mingas y convites campesinos. Esta práctica de solidaridad campesina forja lazos entre ellos mismos, ya que invita a la solidaridad para abrir una carretera, construir una finca o colaborar en un cultivo. La tierra echa raíces sobre los cuerpos que la cuidan y estos se cuidan entre sí.

 

El esposo de Yurani ha sido un apoyo invaluable para esta idea de producir alimentos libres de pesticidas. La rutina diaria empieza antes de que salga el sol, para trabajar sin el desgaste que produce este en la mañana. Es preciso iniciar labores con el silencio y el frío de la madrugada. Yurani sabe que la tierra — al igual que todo arte —  exige de la constancia: “también es la constancia de ser  perseverante, y de que hay que estar pendiente de todo, porque no se nos puede olvidar la plantica de allí  él (su esposo) siempre mantiene muy pendiente de lo que sembramos. La  constancia de estar al tanto por todos lados, porque el trabajo en la finca nunca para y el cuidado de los cultivos exige estar ahí”. 

 

“Es como contribuirle un poco más a la Madre Tierra, dejémosla descansar”. Trabajar en su finca le ha permitido a Yurani ser consciente del grado de maltrato que sufre la tierra. “Cada vez que estamos limpiando un terreno sacamos bultos de basura, ahí tenemos un vidrio que está viejísimo, lleva muchos años y está enterrado y cada vez seguimos sacando y sacando de la tierra mucha más basura. Entonces mucha gente sí, quema las basuras en sus fincas, porque les queda difícil bajarla porque no les gusta, no tienen cómo ese sentido de pertenencia”. La tierra como eje central de la vida, de donde venimos todos y hacia donde todos volveremos, es explotada al integrarla a un sistema de producción que busca rendir ganancias a través de la sobreproducción. La apuesta agroecológica de Yurani — al igual que otras personas—- quiere romper esas lógicas sobre la tierra, cuidarla para cuidarse a sí misma y a los otros.

 

Apostar por  la agroecología trae consigo el esfuerzo de romper con una tradición sobre el campo, cambiar la mirada de la ganancia por la mirada del cuidado. Esto no es fácil; como lo expresa Yurani: “Quién dijo que era fácil, nada lo es, entonces a todos nos toca que trabajar, buscarnos un sustento, y más cuando se vive en el campo. Entonces no me parece difícil, es una cuestión de actitud, de querer hacer cosas, pues, desde mi punto de vista”. Yurani sonríe y sabe que las jornadas de trabajo son arduas, que apostar porque los cultivos den frutos, y estos puedan ser comercializados reconociendo el valor agregado de un trabajo libre de pesticidas, no es fácil. Aun así, no deja de sonreír, de mirar a la madre que es faro y guía; al esposo, que se la jugó por ella y por la tierra. El viento que entra por una de las ventanas hace que se cierre los ojos, sabe que no está soñando, pero el esfuerzo y el trabajo sobre la tierra le parecen un sueño.

 

Mientras observa las eras donde están los cultivos, la voz de su madre emerge de otro espacio de la cocina: “Ahora estamos en el emprendimiento de la comida, sana, hemos comido maíz frijol verde, todo eso ha llegado al restaurante ahuyamas, banano, el plátano, todo eso no los ha dado este pedacito de tierra. En el momento estamos consumiendo repollo, cebolla de huevo y caley, yo hago unas verduras al vapor con todo eso, pues la gente se queda matada.  También hay  acelgas de colores, tenemos zanahoria, cebolla de huevo roja, blanca, papa criolla muy buena y papa negra de todo eso sacamos para el consumo acá para mi restaurante y para Yurani a llevar a la plaza donde está afiliada, al Cogollo”.

Un fragmento de tierra tan pequeño en comparación con las grandes extensiones de monocultivos de la vereda, ha podido dar tantos frutos que han alimentado a tantas bocas. Frutos que circulan de la tierra a la cocina de doña Amparo o que si el impulso les alcanza llegan a una distribuidora llamada el El Cogollo en el centro de la ciudad de Pereira. Allí se comercializan los alimentos de esos pequeños productores que tienen una relación diferente con la tierra y los animales, que buscan en medio del caos de la ciudad, vender hortalizas, huevos y otros productos marcados por el respeto a la tierra.

Los cuerpos que toda la mañana han estado moviendo la tierra, ahora descansan en la sala de la finca donde Yurani y Amparo preparan el almuerzo.  Una mujer habla de lo bellos que están los cultivos de acelgas, un hombre le recuerda a otro lo difícil que es hacer una carretera en esta zona. Madre e hija sirven los platos, acomodan los cuerpos, para que cada uno se alimente de los frutos que ha dado esta tierra. Son cuerpos que descansan, como hojas que ha lanzado el viento y reposan sobre la tierra.

LA RAÍZ DE LA VIDA

Alejandra Grisales Quintero

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